LA MÚSICA,
ESE RUIDO QUE GUARDA EL ALMA Y HACE SENTIR AL CORAZÓN. ¡LA ÉTICA DE LO QUE
REALMENTE SOMOS!
Amar la música en cualquiera de sus estilos,
épocas, idioma de las canciones, estados del sentimiento, momentos de la vida,
con emociones a manifestar o simplemente por gusto o como profesión, es tal vez
uno de los placeres más puros, libres e incluyentes que tiene el ser humano
hoy, aunque ayer no fuera libre ni universal. El tema es tan enorme y lleno de
toques de emociones raras y sensaciones tan grandes que, como dijo el pensador…”no
confíes en alguien que no bebe porque nunca mostrará sus verdaderas pasiones y sentimientos”
… yo le añadiría …” y que no aprecie la música” … de hecho, soy impasible e
imposible de tener una buena relación con alguien que no tenga gustos y
conocimientos musicales; ¿cómo se puede vivir sin música? ¿Cómo se puede vivir
un momento intenso de amor o desamor sin una melodía? ¿Cómo se puede tener el
primer acto con la pareja que uno decide amar sin estar rodeados de un sonido
musical? ¿Cómo no recordar con una canción los padres, los hijos o los amigos? Eso
sí, sin la impureza de dedicar pieza alguna.
Los acordes de una buena melodía o los versos
de una linda canción, la fuerza de una interpretación, el éxtasis de una
especial composición, hacen que la vida se sienta prestada y feliz de vivirla,
que después de ese momento puede ser tomada, que no habrá remordimiento ni
reclamo alguno, pues hasta allí fue lo que tenía que ser y en unos segundos
quedó dicho lo que había de decirse y de sentirse.
¿Cómo expresar en 3, 5 o 7 minutos (la gran
mayoría de estas pequeñas obras de arte) toda una vida, una experiencia, una
desgracia o una felicidad, o la vida de un ser inmensa y hasta inmerecidamente
amado? y que quede tan claro y marcado para el autor, el cantante y el diletante.
¿Cómo ignorar las notas de una interpretación magistral o un canto desgarrador
sin sentirlo propio y dejar que el corazón se arrugue como una hoja marchita? ¿Cómo
no dejar el alma arrancada a pedazos sobre un lado del camino cuando el corazón
tiene colores de dolor y el alma produce ruidos de animal salvaje solitario en
pena y cercano a la muerte? ¿Cómo evitar la tragedia y el castigo eterno por
darle muerte con música al amor infiel e indiferente, traicionero y retrechero,
burlón y casquivano? No encuentro otra respuesta sino la que hallo en la
música, porque la desgracia que nos llega del mundo, con música se hace menos miserable
y la felicidad que le podemos robar a la existencia se nos queda clavada en el
corazón con el ritmo de una nota musical.
En nuestro occidente maquilladamente explotador,
injusto y libertario, lleno de amores ruinosos y ruidosos, los sentimientos se
cantan con trópico, con calor húmedo de cuerpos que lloran por entre las
piernas y los ojos los mismos sudores del placer y del desprendimiento, se
hacen vivibles las tristezas, las rabias y las alegrías más profundas con
tiples, guitarras, acordeones, bajos, baterías, bandoneones, violines, arpas,
bongós, trombones, pianos y no sé cuantos más cuando de tangos, rancheras, boleros,
cumbias, salsas, baladas y vallenatos hablamos, sin olvidar la música popular,
bailable y folclórica de cada rincón de América y Europa o las siempre
alternativas y refrescantes melodías del rock, pop o los modernos del despecho,
la bachata y el mal representado y letrado reguetón con su hermanita la música
urbana. Todo esto sin nombrar la culta y esplendorosa música clásica o sin
profundizar en las manifestaciones raras y sensuales del folclor pacífico. ¿Y
qué tal la música antillana de américa del centro o las tonadas bailadas
flamencas y pasodobles en la península ibérica?
Cantantes tan inmortales en Inglaterra donde
cantan como ángeles; Estados Unidos, donde mueren tan jóvenes y sicodélicos,
apenas descubriendo su enorme capacidad y talento, dejándonos con la
imaginación frustrada por lo que no fue, pero inundada de amor por lo poco que
fue; o parranderos, borrachos, con legiones de hijos los de Latinoamérica, con
vidas que nunca acaban, aunque su producción haya sido tan corta pero inmensa
como la educación que no recibieron. Intérpretes solitarios o en grupo, que
dejaron todo su espíritu grabando un son o interpretándolo en una tarima para
100 o un millón de seguidores unidos en el alma con el artista a través de las
melodías y los versos apasionados, que hasta los ciegos componen y gritan sus
odas a la belleza de la naturaleza o los atributos de la pareja, si es que los
tuvo o se los pusieron.
La música, compañera incansable y alegre del
viaje hasta la siguiente estación o hasta el del final a la eternidad; causante
de tragedias épicas y felicidades inconcebibles, extirpadora de males,
contadora de cosas; la música que dice por nosotros lo que no somos capaces de
decir nosotros mismos, que puede resumir en 20 renglones o un centenar de notas
la existencia de un ser agobiado por el silencio ignorante, o incapaz por la
impotencia del sometimiento. Ella debiera ser la fuente de todo aprendizaje, de
todo acto de reconocimiento y entendimiento, el pronunciamiento del castigo o
el perdón, la oportunidad de resarcir o dejar así. La música, hacedora de
hombres y mujeres justos, nobles, comunicativos; expresión del amor altruista,
sin intereses más allá del sentimiento ingenuo y sencillo por los seres amados,
pero también excelente instrumento para pedir el cuerpo ajeno, para exaltarlo,
para cortejarlo, seducirlo y luego desecharlo; la música que le canta al mundo,
a las ciudades, las culturas, los Dioses, los momentos; pero nunca como arte a
los bárbaros insensatos que se mantienen impávidos ante sus mensajes y bellezas
sonoras.
Dolorosa existencia la de aquellos que no se
rinden a sus atributos, que no los disfrutan ni los entienden, pues con
seguridad persiguen el poder, el bien material, la figuración y hasta el sexo
unidireccional, incapaces de sentir y reconocer lo que se siente; hasta castigo
de mis Dioses será y algo estarán pagando los muy sordos anti estéticos y
horripilantes compañeros innobles de este planeta y esta forma de vida que no
entienden ni aman las músicas.
Me voy mi amante, la música, dejando tu regazo
untado de lágrimas en notas musicales, tus pechos de tonalidades altas y
erectas con versos inmensos, tus muslos con frases nerviosas chorreadas de
sudor caliente y pecador y tus ojos extraviados mirando al infinito del orgasmo
sin fin, o a la tristeza que mata como el peor de los males, el del abandono,
el de la partida, pero que con canciones la muerte misma se hace noble,
necesaria y hasta de canción como la última, porque en esas, escuchando los
violines y los acordeones es que nos vamos, para no volver, solo dejando la
imagen del que disfrutaba del arte de escuchar el arte del que se atrevió.